El jueves partimos de Kigali con el sol de cara. Tenemos una reunión en Butare con “el abuelo del estaño” para ver las muestras y el taller. Emmanuel nos acompañaba sin poder ocultar la emoción de volver a pisar Butare, la primera ciudad que acojió sus inquietudes. Durante el trayecto, nos enseña las casas derruidas durante la guerra que aún descansan a pie de carretera. Casas fantasma que entonces pertenecieron a familias tutsi. Viajar con Emmanuel es cómo recrear una historia a cámara lenta y en voz muy bajita, una historia de la que muchos no quieren hablar.
Con una moto de viento fresco en la cara, sol africano en potencia y muchos verdes yocres que hablan de Ruanda llegamos a la estañería. Una utopía para África. Senderitos de piedra, flores plantadas ordenadamente, biciletas aparcadas en la puerta y mucho silencio de concentración en el trabajo.
Nos recibe Bernat, el subdirector del taller y supervisor de todo el proceso. Con Bernat hacemos un tour por las las distintas alas de creación. Taller de moldes y hornos para fundir lingotes de estaño, taller de forma, taller de brunisaje, taller de pulido, taller de soldado etc.
En todos un equipo copioso de trabajadores concentrados, meticulosos y silenciosos. Tan concentrados que nuestra llegada no les distrae. Impecables.
Tras la visita nos recibe Antoine Bizmani, nuestro contacto del estaño, un hombre de entrañable infinito. El director. Nos sentamos con él en la sala de exposiciones, rodeados de creaciones artesanales enmarcadas en muebles de madera. Nuestras muestras estan ya preparadas encima de la mesa.
Bernat; yo; Antoine y Marc
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Estamos enlatados en una cafetera (furgoneta) de camino a un pueblecito perdido en la provincia de Nyanza, dónde nace Emmanuel en 1986. La cafetera nos deja a pie de carretera, en un pueblo rectangular con un supermercado escaso y varias agrupaciones de casas de lata y adobe.
- Emmanuel, Muraho! - Varias personas han descubierto la llegada de un visitante atípico y se acercan a abrazarle. Hace muchos veranos que no se deja caer por allí. Desde este primer pueblecito cojemos unas motos para llegar al suyo. Nos alejamos de la carretera derrapando por caminos de tierra, el paisaje es cada vez más bonito. Los límites del camino están perfilados por eucaliptus. Viendo a Emmanuel eufórico, moviéndose y chillando encima de la moto, consigo imaginar su infancia en estas tierras y lo diferente que es su vida ahora; se ha convertido en un chico de ciudad. Desde fuera, parece el pueblo perfecto en el que un niño querría crecer. Me imagino a esa niña mientras seguimos bajando. Las motos se desvian de repente por un sendero lleno de desniveles. Paramos. Ya hemos llegado. Frente a nosotros se extienden numerosas colinas. El pueblo de Emmanuel es una amplitud de terreno en la que podemos descubrir algunas casas dispersamente colocadas. La luz es de atardecer perfecta, empezamos a descender.
Primera parada. La casa dónde Emmanuele creció junto a su madre y a su hermana Alice, después de que su padre los dejara para casarse con otra mujer y poder así aumentar su descendencia. Queda muy poco de la construcción; tan solo algunos muros y una ventana que no cuesta demasiado adivinar. Había sido una casa preciosa, nos explica él, ya no puede apreciarse. Seguimos nuestro camino. Una gran bajada y de fondo un rebaño de cabras y vacas guiadas por su pastor, la panorámica es de pupilas muy cerradas y pelos de punta. Muchos de los vecinos se asoman incrédulos al ver aparecer a Emmanuele. En el pueblo la vida avanza a ritmo de sonata a piano; muy despacito, casi cómo cansada. El sol introduce a la luna cada atardecer, y ella asímismo vuelve a introducir al sol. La monotonía de los días queda perturbada por la llegada de alguien sin previo aviso, Emmanuele trae la sorpesa de la que alimentarán sus conversaciones el resto de la semana.
La mayoría de sus vecinos Hutu, juzgados por los tribunales locales de Gacaca y liberados, hoy vuelven a habitar las tierras. Se acercan a Emmanuele con remordimientos, pidiendole disculpas entre dientes por aquellos pecados que cometieron entonces, suplicando con ojos de culpa el perdón de Dios, todo poderoso. Él les saluda educadamente, pero sería incapaz de volver a vivir en el pueblo, entre todas sus gentes. Una coletilla de vecinos nos sigue colina abajo y la palabra wazungu (blanco) resuena entre risas inumerables veces. A los vecinos y sus risas se une una vaquilla recién nacida, tiene ganas de jugar y nos persigue dando botes alocados sin llegar a tocarnos. Tampoco nosotros podemos tocarla a ella. Cruzamos varios riachuelos. Confirmado, las habanas no son el mejor calzado para la provincia. Empacho de fotografías. Ascendemos la siguiente colina, algunas nube grises y enfadadas asoman por el horizonte a cámara rápida. - Lluvia?- pregunto. – No, son solo algunas nubes pasajeras – contesta Emmanuele. Nada puede estropearle este momento, las nubes grises pueden pintarse de azul. A lo lejos, una mujer caba la tierra con enegía. Al vernos, corre hacia Emmanuele y le abraza con muchísima fuerza. Es Alphonsine. Una vecina que se salvó durante la guerra por estar casada con un Hutu. Sin ella, Emmanuele y su hermana Alice no seguirían con vida hoy.
Las nubes que habíamos pintado se resisten a ser azules y empiezan a juntarse, oímos truenos a lo lejos. Para entonces ya estamos en la casa en la que Emmanuele nació, antes de que su padre se casara con otra mujer. Empieza a llover y nos refugiamos adentro. Su hermanastra, que vive hoy en la casa nos enseña el interior. Está oscuro, las paredes están desnudas y los suelos forrados de alfombras de rafia; la pequeña habitación de Emmanuele está tal y como él la dejó en su última visita. Un cepillo de pelo casi sin púas, un colchón en el suelo y una pequeña ventana de adobe desde la que vemos al pastor guiando sus vacas. Nos preparamos para salir a plena lluvia y a pelo, sólo queda una hora y media para que pase la última cafetera para poder volver a Kigali. Corremos colina abajo y colina arriba, (apunte; derrapo colina arriba y colina abajo), nos despedimos de todos aquellos que vamos dejando atrás. Intentamos contactar con las motos que nos han dejado en el pueblo a la ida, no hay cobertura. La vuelta andando no es una opción. Ya es de noche. Sigue lloviendo muy fuerte, la carretera está desierta pero encontramos algunos vecinos dispersos que se acercan a socorrernos. Tenemos que encontrar algún modo de tranportarnos hasta el pueblo de la carretera. Pasan varios pares de minutos y a lo lejos vemos llegar un vehículo no identificado. Es un camión que conduce macabro colina arriba con prisas de llegar a casa y meterse en la cama. Nuestros socorristas chillan descosidos para atraer la atención del camión pero pasa de largo, va demasiado rápido para poder frenar a tiempo. Incrédulos observamos la escena pero hemos menospreciado la bondad del conductor, el camión frena en seco y corremos desconsolados dispuestos a subirnos encima de la basura que está cargada detrás. Seguimos menospreciando la bondad del conductor, nos suben apiñados en cabina como fichas de dominó recién tumbadas. Estamos tan apretados como la euforia que nos rodea, no podemos dejar de reír. El camionero bondadoso conduce a mil por hora sobre caminos de piedra y surcos. Nuestras risas están empañando el cristal y tememos por la vida de aquellos que se asoman en el camino a ver la mole pasar en medio de la oscuridad. La aventura no ha terminado, tenemos que encontrar el modo de coger la cafetera a pie de carretera y volver a Kigali. Las horas se han consumido, hemos llegado demasiado tarde.
El escaso supermercado sigue abierto, huele a leche concentrada. Un borracho se acerca a saludarnos, está dispuesto a ayudarnos con la difícil azaña de regresar a Kigali, cada vehículo que asoma es un motivo para el borracho de obstaculizar el paso con señales de humo en código morse. No hay suerte, vehículos con destino a Nyanza. Empezamos a plantearnos pasar la noche en el pueblo rectangular pero mañana tenemos que amanecer en Kigali, empieza a refrescar mucho y seguimos mojados. Un coche frena tras las señales de humo del borracho, es un 4x4 muy moderno, decido acercarme sin esperanzas y probar suerte. Percibimos la pena que le despertamos al conductor; a pie de carretera, en medio de la noche, mojados como pollos suplicando misericordia. Pedimos un hueco en el maletero pero de nuevo la suerte nos favorece y nos dejan subir atrás. Nos enlatamos agradecidos. Un señor burundés al volante, musulmán a juzgar por el aspecto de su mujer copilotando con el velo impoluto. Un individuo no identficado detrás que fantasea con casarse con una blanca. Emmanuele, Marc y yo encima, retorcida como un clavo mal clavado. Con la estampa descrita besamos Kigali.
Las nubes pintadas aquella tarde quedan ya muy lejos pero simpre recordaremos que se resistieron a ser azules.
- A mis hermanas, Cris y Marta; porque esta experiencia la habríamos adoptado juntas.
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Conocimos a Clément durante el mes de abril, en la primera etapa de este proyecto. Caminaba sin rumbo por la calle comercial de Kigali y Antoinette le pidió que nos acompañara a ver “bitengues” (paños africanos); nos comimos la tarde hablando de la vida. Su francés era impecable. Muy pronto descubrimos que en su cabeza siempre había música. Se pasaba los días visitando amigos o conocidos que pudieran dejarle una guitarra con la que tocar o unos minutos para escucharla. Admiraba el sonido de la guitarra española pero no conocía a Paco de Lucía. Después de aquella intensa tarde, no volvimos a ver al chico guitarra.
La mayoría de ruandeses esconden una historia dura y difícil. Clément también arrastraba una. Su padre era diplomático y vivieron cinco años de su vida en París. Es el hermano más pequeño de cuatro y no pudo retener mucho de aquellos años en Europa en los que él apenas había cumplido los seis. A su regreso a Ruanda, la guerra estaba muy cerca. Pertenecientes a la mayoría étnica Bahutu, sus padres fueron de la minoría que escondió a amigos Batutsi para que las agrupaciones Bahutu - armadas con machetes, fusiles antiguos y otras herramientas de agricultura - no los encontraran. Descubrieron su secreto y pasaron cinco años de su vida en prisión. Durante ese tiempo, el padre de Clément murió y a los pocos meses también falleció su madre. Hoy Clément vive bajo responsabilidad de su hermano mayor.
A mi regreso a Ruanda en Julio, decidí traer una guitarra española para Clément. Hoy se pasa ocho horas tocando en su casa y ha encontrado el modo de materializar todas aquellas armonías que sonaban en su cabeza. Muchas tardes pares en las que disfrutamos de electricidad, Clément se acerca a casa para tocarnos las nuevas canciones que ha compuesto. Es un lujo estar ahí.
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Se despertó un día y decididió dibujarla. Borró, redondeó y perfiló sobre papel la expresión de sus manos para que ellas le presentarán todo lo demás. Moldeó su pequeña cabeza con tanto cuidado que resultaba siempre demasiado redonda. Al Conseguir asomar su pequeña nariz con timidez tenía que dejarle sitio a la boca, sitio suficiente para muchas sonrisas. Los ojos siameses tratarlos con regla y muchos pares de milímetros. Clavos por articulaciones, pequeños agujeros a los que regalar hilos cargados de vida y lima, mucha lima para pulir su expresión. Varias capas de pintura para darle color y unos ropajes cosidos a mano que nos cabrían en un puño.
La marioneta estaba terminada y el viejo artesano la colgó en su antigua tienda junto a las demás creaciones a la espera de ser compradas.
“Mille Collines” está hecha a mano. No existe una pieza exacta a la anterior ni tampoco grandes cantidades dentro de un mismo modelo. Nunca podrá llegar al gran público porque la elaboración de cada modelo es minuciosa y requiere mucho tiempo. “Mille Collines” cree en el arte de la artesanía y en el lujo de lo esencial.
Las marionetas del artesano nunca serán perfectas.
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